lunes, 20 de agosto de 2007

otra forma del principio

El nombre es Santiago. La voz se alza desde el árbol hacia su centro: madera. El rostro se graba y se repite. Los ojos flotan en un fondo nebuloso. Una flor vuela a lo largo de
la página. Las hojas se traducen en notas: hay un ritmo. Santiago despierta: de una esquina una voz se oye. Es al principio un susurro. Es una voz sin un cuerpo visible. No se entiende el mensaje. Mas es persistente. Las tardes se confunden con la luminosidad de los primeros rayos de la mañana. El tiempo se envuelve en las ramas espinadas. Santiago sale a trabajar, regresa en las noches. Es Cloyes lo que ve desde su ventana. El cielo es un reflejo en el lago. El cielo está también en las alturas; en todos lados. Su continuo reflejo construye los planos de Vendôme: el valle se expande. A las afueras, en uno de los extremos de la localidad, está una villa desvencijada, es su casa. Los pasos de Santiago parecen el único sonido en el bosque. Pero en el fondo, poniendo atención, se puede apreciar al resto de ruidos, atrás, en derredor de él. Roen la madera escondidos ratones. Se escucha el rugido de las hojas: marea verde. Los rasguños de las garras en la madera. Troncos recorridos por las patas de los insectos. Cómo rascan la tierra las ratas.
¿Y Santiago? Arrastra los pies, atrincherado, encabezando su primera marcha en solitario. El árbol y el narciso, más allá de su imagen, dibujan un trayecto, hacia el que se dirige. La luz de las mañanas frías en dirección a Cloyes es la misma que de regreso. El bosque es el mismo. Mas Santiago no lo es a cada tarde. El silencio de la noche aúlla en su alma. El vuelo de las hojas se reproduce en algún lugar de su corazón: viento verde. Adentro de sí la luz se esparce hasta disolverse en una pequeña esfera púrpura que contiene a su vez, dentro de sí, un árbol de hojas negras. En las ramas de ese árbol circula el veneno, destilando la esencia del púrpura de la esfera; el aroma que emite el hombre-niño cuando, después de un tramo largo recorrido, suda. La luz de la mañana se detiene. Vemos a Santiago como una sombra, una penumbra iluminada, a lo lejos, siempre distante. No se detiene pese a la mutes de la escena. Más atrás, aunque adelante en la cronología, está Maud. Más atrás, aún, el viejo Andzrejewski. Y más atrás, como espectros del futuro, una multitud: millares de niños, mujeres y viejos, todos siguiendo a Santiago.

parafábula

A partir de cierto silencio es que las voces empiezan a enfilar una causa de acción. Y la elocución resulta entonces una consecuencia y un acto: movimiento. Ese silencio entonces invade y es capaz de extinguirse, produciendo en su devenir y caída una nueva potencia: un nuevo silencio que no es producto de otra cosa que de la confluencia de sentidos, que termina por ser pausa: los niños caminaban.
Una primera imagen se sugiere como inicio: un árbol erigido al pie de una colina. En medio de esa soledad se vislumbran los tonos de la tarde reflejados en las hojas. Atrás de ese cuadro de verdes y sepias, se encuentra la memoria de una historia. Un recuerdo que camina con la calma del pasado. Entonces emergen los rostros borrosos que van cobrando nitidez conforme el camino se desenvuelve y se avanza. Se vuelve al árbol del principio y es en ese momento que las voces se escuchan. Se disuelve el silencio. El árbol se multiplica, se vierte un bosque que proyecta múltiples sombras, que, luego, se convierten en siluetas humanas, vagos cuerpos que sostienen las caras. Se van generando ruidos, que van de la fractura de la rama al susurro. Las voces van cobrando sentidos, dejan de ser un rumor para convertirse primero en coro, luego en canto, para que terminen por distinguirse las unas de las otras: voces particulares. El paisaje va cobrando forma y densidad. De aquellas quimeras surgen cabellos, ojos, pies. Se visten las copas y los brazos. Los colores aparecen: verdes, naranjas, amarillos. Los pies salen a caminar. Ya hay estremecimientos en algunos estómagos, cansancio en los hombros. El olor del cabello sucio y las manos sudadas se cuela en el aire. Ya chocan las ollas colgadas de las mochilas. El árbol está ahora en todos lados, acompañando el recorrido. En los rostros que se pierden detrás de la palabra miles aparece la figura de ese árbol. En medio de esa ola irrefrenable estamos. Caminando atrás de una imagen que recuerda la de un príncipe prerrafaelista. Un joven sostenido por dos sombras verdes y cafés. Porta una manta roída, de un color que circunda entre el púrpura y el morado, decolorada por los rayos de un sol imaginario. Se le ve con mayor claridad que a los demás. Se escucha su respiración afectada. Ya se pierde, reaparece. Gira en cada cabeza su densidad. El tiempo se concentra en esa fracción de espacio. Se contrae hacia el cuerpo sugerido. Es un descubrimiento. El texto se vuelve contexto. ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Importa saberlo? Las respuestas no son del todo claras. La interrelación de ellas es lo que termina por crear un camino. ¿Dónde está? En el momento en que lo leemos y pensamos en él, está, o puede estar, en Cloyes, en el condado de Vendôme. De nuevo la imagen del principio aparece. El árbol cobra entonces una nueva dimensión: las raíces se revierten hacia sus adentros. Antes de que el texto se vicie hacia sí mismo, el aire se expande. Se vuelca el interior para afuera. El paisaje que acompaña al personaje habla. Es breve el escenario, pero comunica. Es un pedazo de tierra dibujado por apenas una línea. Un árbol con ramas y hojas. Un silencio. Seguimos al personaje apelando a una musicalidad intrínseca a la posibilidad de que su camino prosiga. ¿Qué hace? Además de arrastrar los pies, encamina una marcha. Explota. Cada pedazo de él repercute en el cuerpo de los otros niños que le acompañan. En todos está envuelta la capa púrpura. En esos espectros el camino está sembrado; la semilla del veneno se cuela por las callejuelas de sus venas verdes. ¿Qué hacen? Avanzan. ¿Hacia dónde? Al origen del que saben no han partido, al que tampoco volverán. La multiplicación de esas voces se vuelve un eco poderoso. La pregunta se replantea: ¿Dónde están? El espacio vuelve a modificarse. Las luces no alumbran. El fuego no quema. Persiste en las sombras. Incendia en voz baja, en cada metro recorrido. A dónde van. ¿Quiénes? ¿Quién? ¿Importa saber cuántos son? ¿Son la repetición de un primer plano? ¿Las ondas que baten después de una piedra que ya se ha perdido en el lago? Sin embargo, esas ondas, a veces logran repercusiones importantes, haciendo que se olvide aún más a esa piedra sepultada. Dónde está el inicio. ¿En la imagen de un niño en la cima de una escalera plegadiza, de quien se desprenden las sombras de los demonios y los hombres, del dolor y la gloria, como una voz que se alza encima de la multitud y nos recuerda a otra multitud, en otro espacio y tiempo? No me interesa el juego de los espejos en ese sentido: vacío. Construcción: el fantasma avanza. Se perfila el sendero. El veneno se vierte y avanza. El cuerpo alza la cara. Mira hacia delante. Nos da la espalda. Vemos a los perros delante de él, tras los matorrales o caminando a la par de niños y adolescentes. Abajo de su capa alguna cruz permanecerá escondida. Un trazo anterior sostiene la luz que ilumina su presencia: una vida lo precede, una muerte lo justifica. La Tierra lo espera en la lejanía. Un lugar que no existe en donde está, sino en el imaginario de quien lo formula y lo repite. Paraíso. Santidad. Tierra santa. Tumbas. Tumbas por doquier se alzan como espejismos desérticos: desiertos. El lugar santo es el punto desde el cuál se puede erigir el nuevo mundo: se levanta el principio en el sitio clave del reinicio. Donde el hombre regresó de la muerte a poblar su viejo cuerpo. Lo resignificó con una vida sin fin en una esfera que no alcanzamos a reconocer. Entonces alguien que seguía a la marcha, mirando hacia arriba, arrancó un trozo de pasto: esto somos, dijo para sí.

parafábula

Ésta es la imagen. Sobre una escalera plegadiza, un niño se encuentra sentado, mira hacia abajo, al frente. Está en un salón alto, vacío, se alcanza a ver un friso, una esquina. Es una habitación que recuerda a los viejos cuartos de los palacios. Es de esas dimensiones, ahora de museo. La escalera es grande. Debe ser pesada, es de madera. Estaría ya abierta, alguien debió ponerla para pintar el techo o reparar algo. El niño sostiene un objeto en la mano izquierda: un círculo. Esconde la derecha. Viste pantalones azules, camisa blanca, saco verde, corbata amarilla. Uno de sus pies da al último peldaño de adelante, el otro se pierde detrás. Abajo el polvo se eleva: un tapete se levanta del suelo. Conforme avanza la mirada, del piso al techo, una serie de personajes se suceden. Da la impresión de que giran, parece que es de una explosión, cuyo centro es el niño en la escalera, de donde ellos emergen. Parece que la alfombra flotante es producto de esa inercia. Un hombre desciende, un hombre mayor, alrededor de los cincuenta años. Lleva desnudo el torso, un pantaloncillo es su única vestimenta. Su brazo derecho está henchido, su puño apretado. Sostiene un collar en su mano. Lo aprieta. Su otro brazo está atrás. Su boca está abierta, su gesto es desesperado, todo su cuerpo comunica prisa. Como si después de muchos años hubiese logrado escapar de una prisión y temiese que el tiempo se le acabara, que ya no llegará a su destino. A ese hombre y nada más ve el niño. Hay otro que cae y su rostro anuncia el dolor de la caída. Tiene un pie amarrado por una horquilla. Atrás de él una mujer desnuda reposa en una actitud erótica sobre el aire. Atrás un hombre combate contra un demonio. Otras figuras se confunden. Otra mujer, también desnuda, de espaldas, sentada sobre la nada, sale de la nada de un saco. Un hombre que en los hombros carga un escudo estira su brazo, para sostener el de una mujer que se recarga sobre su propio codo. Una joven rubia apenas se asoma. Otro niño, quizá más grande que el del centro, mira hacia delante. ¿Qué mirará? Un hombre acompañado por dos mesoneras: canta él a toda garganta. A su lado un fauno se yergue entre pieles de leopardos con dos ninfas; con las cabezas erguidas, celebrados por los laureles. La luz permite ver una columna. Se despiden púrpuras, azules, naranjas. Una M, o quizá una W, está grabada en una pata de la escalera. Lo que oculta el niño parece emitir cierta luminosidad: lo vemos en los rostros resplandecientes de los mesoneros y en la propia escalera. En las ninfas y el fauno, en el naranja que flota en el aire. Del otro lado, el del brazo izquierdo del niño, penumbra. Sombras que se envuelven.
Leer el choque de opuestos es fácil. Mas lo interesante, para mí, no radica en ese detalle, sino en la posibilidad, en ese encuentro. En ese niño que podría perderse en la vista de aquellos prodigios. Es claro que se trata de un acto de imaginación. Me importa la proyección de ese margen, de ese límite en el que se encuentra, su relación con las presencias que lo rodean.
El rostro grave del niño sugiere interés en lo que el hombre lleva en su brazo de atrás. Espejos que no reflejan el rostro que pretende verse, sino el de su propia ceguera. ¿Qué ve el otro hombre, qué mira con atención al frente? ¿Al árbol del veneno? ¿O su semilla?

otro principio

¿Dónde es donde algo comienza? ¿En una palabra, en una idea? ¿Una imagen? ¿De la confluencia de todos estos puntos? Entonces la cuestión es traducir ese primer instinto a un mecanismo que sea capaz de hacer convivir esa multiplicidad de sentidos. La búsqueda de eso que ya hemos intuido no es inútil: el hallazgo no radica en la primicia, sino en los rasgos particulares, en la descripción de ese movimiento anterior. Presente ahora. En la musicalidad de lo concreto. En la simpleza de la forma: sutilezas del tacto. La madera ya está puesta, hay que tallarla. Hay placer en esa acción. En la reproducción de esa fractura: encuentro: herida: deseo. La voluptuosidad del rostro que se encuentra reflejado por otros ojos, que le permite el diálogo y la historia. Tenemos un suceso. Tenemos palabras. ¿Qué necesitamos para que algo suceda?