lunes, 9 de julio de 2007
fábula II
Algunas veces me pregunté el porqué. No lo entiendo. Algún día le ayudé a limpiar la casa, aunque mis padres se lo habían ordenado a él. Sin que se diera cuenta saqué un balde de agua y un trapo. Comencé a pasarlo sobre los muebles, por el barandal de la escalera. Lo hacía todo con torpeza, mas era un niño y no podía hacerlo con mayor agilidad. Al llegar a la habitación de mis padres, noté que él entró a la suya. Cerró la puerta. Yo aproveché su ausencia para esmerarme en el aseo del cuarto. Subí a una repisa en donde tenían algunos libros y retratos para limpiarlos con mi trapo. Al bajar, por descuido tiré el balde al piso. La recámara estaba alfombrada y se estropeo con el agua sucia. Él llegó al escuchar la caída del recipiente. Se paró en el marco de la puerta. Observó la alfombra. Me miró y en sus ojos vi rabia. Entiendo que se molestara, pero su enojo lo superó. Se abalanzó contra mí y no paró de golpearme. Yo, por el miedo más que por el dolor, comencé a llorar. Al ver mi llanto se detuvo. Se contuvo. No dijo nada y se fue. Pasó el tiempo y cayó sobre él la enfermedad. Fue rápida. No me di cuenta cuando ya lo había fulminado. En la noche lloraban mis padres. No recuerdo si él lloró. No recuerdo su llanto. Lo imagino sentado en su cama, débil, pesado, como una masa de plomo. Pero quizá es el modo en que me gusta pensar en él. No me enteré de cuándo murió. Mis padres, con el afán de protegerme, me mandaron a la casa de unos parientes. Los fines de semana yo jugaba contigo y con Ana, con Silvia. Vi a mis padres el día del funeral de mi hermano. Sentí pena por ellos. Mas al ver e ataúd me estremecí. Sentí un frío atrapado en la nuca. Las piernas me temblaron. Sin percatarme, sin tener la menor precaución, me dejé envolver por el abrazo de mi madre, sabiendo que en mí abrazaba a mi hermano. Desde entonces me siento como si fuese un fantasma. Entonces León se puso de pie y se marchó sin despedirse ni decir palabra. Un par de días después, luego de jugar en el parque se acercó a mí y me dijo: ¿recuerdas lo que hablamos hace unos días?, olvídalo, no es cierto. Mentí, jugaba contigo. Sé que hasta cierto punto no mentía. Tardes posteriores me dijo: ¿recuerdas, Santiago, lo que te conté hace unos días?, ¿recuerdas que te había contado algo acerca de mi hermano, de sus invitaciones pidiéndome fuera con él para acompañarlo en la muerte? Pues hoy lo he escuchado de nuevo. Cuando sepultaron su ataúd en el cementerio yo pude escuchar la voz de mi hermano y tenía en la mente la imagen de sus ojos. Tuve miedo. La tristeza desapareció pronto; se convirtió en el miedo de que me persiguiera desde su muerte. Que su odio fuera mayor que su cuerpo y aún muerto deseara castigarme para saciarse un poco en el aburrimiento de la eternidad. Y reía nervioso. Él hablaba y yo con la vista te busqué, Ana. Contagiado por el miedo de León y por las ganas de verte, de saber de ti, te busqué en el paisaje inmediato. No te vi. Y corrí de nuevo. Corrí con mi pensamiento y me harté de ti. Me harté de León, que seguía conmigo. En mi cuerpo hubo un cansancio. Una pesadumbre me invadió. No es que el cielo se oscureciera, pero sentí que se oscurecía. Reí de mí en silencio, reí de León, también. Sabes, pienso en Silvia muy a menudo. En ocasiones me doy cuenta de que en mis sueños aparece, o así debe ser, porque en las mañanas despierto y tengo la sensación de que he estado con ella toda la noche. Silvia me ha gustado desde que éramos niños. Pienso mucho en ella. Olvido los reclamos de mi hermano, los lloriqueos de mi madre, la pasividad de mi padre cuando ella se atraviesa en mis pensamientos. Cuando la veo tengo ganas de tocarla , de sentir su espalda en mis manos. Sabes, Santiago, alguna vez lo hice. Estábamos solos y le pasé la mano por la espalda. Ella se quedó quieta al principio, luego me miró a los ojos y sus ojos estaban enrarecidos. Sentí que al tiempo que un reproche, sus ojos me invitaban a más. Yo no supe si seguir, aunque tenía ganas de seguir. Silvia, supongo, se cansó de esperar y se fue. Nos dejó sin palabras la tarde cuando terminó de contarme. Yo, debo aceptarlo, me sentí turbado al oírlo. No lo creí del todo, pero la posibilidad de que todo eso hubiere sucedidote producían un estrépito y una perplejidad que no supe manejar. Ahora que lo recuerdo me sigue causando el mismo desasosiego. Ana se ha adelantado, la veo allá adelante. Así deben verse los espejismos en los desiertos. Así como ahora veo a Ana, la veo y parece no ser ella. Se trasluce y veo a través de su cuerpo. Deben ser mis ojos los que transmiten esa imprecisión. Es el mundo que se contrae una vez más. La calle se ha sumergido en las tinieblas. La noche vigila y extiende su manto. Se calienta mi cuello. Como si un sol ennegrecido blandiera a mis espaldas. Como si ese sol fuese la personificación de la noche que nos observa y con ese rayo en mi cuello dijera: aquí estoy, estás muriendo. La noche es también un vendaval que se mete en mis ojos, haciendo todo perdidizo y esquivo. Como Ana, a quien he dejado de ver. La luz de un auto atraviesa el paraje; pero es sólo la luz, el auto no aparece. ¿Será que he olvidado cómo llegar al parque? No recuerdo. Ya deberíamos haber llegado. Ana, no te veo. Ana, ¿dónde estás? ¿Será que tu cuerpo ha cedido? ¿No escuchas el rumor de los árboles? No, no puede ser. Es una tontería. Te has adelantado, eso es todo. O te has detenido en la acera, porque no ves más el camino. El cansancio te ha tomado. En la oscuridad resaltarás y te veré.
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