lunes, 20 de agosto de 2007

otra forma del principio

El nombre es Santiago. La voz se alza desde el árbol hacia su centro: madera. El rostro se graba y se repite. Los ojos flotan en un fondo nebuloso. Una flor vuela a lo largo de
la página. Las hojas se traducen en notas: hay un ritmo. Santiago despierta: de una esquina una voz se oye. Es al principio un susurro. Es una voz sin un cuerpo visible. No se entiende el mensaje. Mas es persistente. Las tardes se confunden con la luminosidad de los primeros rayos de la mañana. El tiempo se envuelve en las ramas espinadas. Santiago sale a trabajar, regresa en las noches. Es Cloyes lo que ve desde su ventana. El cielo es un reflejo en el lago. El cielo está también en las alturas; en todos lados. Su continuo reflejo construye los planos de Vendôme: el valle se expande. A las afueras, en uno de los extremos de la localidad, está una villa desvencijada, es su casa. Los pasos de Santiago parecen el único sonido en el bosque. Pero en el fondo, poniendo atención, se puede apreciar al resto de ruidos, atrás, en derredor de él. Roen la madera escondidos ratones. Se escucha el rugido de las hojas: marea verde. Los rasguños de las garras en la madera. Troncos recorridos por las patas de los insectos. Cómo rascan la tierra las ratas.
¿Y Santiago? Arrastra los pies, atrincherado, encabezando su primera marcha en solitario. El árbol y el narciso, más allá de su imagen, dibujan un trayecto, hacia el que se dirige. La luz de las mañanas frías en dirección a Cloyes es la misma que de regreso. El bosque es el mismo. Mas Santiago no lo es a cada tarde. El silencio de la noche aúlla en su alma. El vuelo de las hojas se reproduce en algún lugar de su corazón: viento verde. Adentro de sí la luz se esparce hasta disolverse en una pequeña esfera púrpura que contiene a su vez, dentro de sí, un árbol de hojas negras. En las ramas de ese árbol circula el veneno, destilando la esencia del púrpura de la esfera; el aroma que emite el hombre-niño cuando, después de un tramo largo recorrido, suda. La luz de la mañana se detiene. Vemos a Santiago como una sombra, una penumbra iluminada, a lo lejos, siempre distante. No se detiene pese a la mutes de la escena. Más atrás, aunque adelante en la cronología, está Maud. Más atrás, aún, el viejo Andzrejewski. Y más atrás, como espectros del futuro, una multitud: millares de niños, mujeres y viejos, todos siguiendo a Santiago.

parafábula

A partir de cierto silencio es que las voces empiezan a enfilar una causa de acción. Y la elocución resulta entonces una consecuencia y un acto: movimiento. Ese silencio entonces invade y es capaz de extinguirse, produciendo en su devenir y caída una nueva potencia: un nuevo silencio que no es producto de otra cosa que de la confluencia de sentidos, que termina por ser pausa: los niños caminaban.
Una primera imagen se sugiere como inicio: un árbol erigido al pie de una colina. En medio de esa soledad se vislumbran los tonos de la tarde reflejados en las hojas. Atrás de ese cuadro de verdes y sepias, se encuentra la memoria de una historia. Un recuerdo que camina con la calma del pasado. Entonces emergen los rostros borrosos que van cobrando nitidez conforme el camino se desenvuelve y se avanza. Se vuelve al árbol del principio y es en ese momento que las voces se escuchan. Se disuelve el silencio. El árbol se multiplica, se vierte un bosque que proyecta múltiples sombras, que, luego, se convierten en siluetas humanas, vagos cuerpos que sostienen las caras. Se van generando ruidos, que van de la fractura de la rama al susurro. Las voces van cobrando sentidos, dejan de ser un rumor para convertirse primero en coro, luego en canto, para que terminen por distinguirse las unas de las otras: voces particulares. El paisaje va cobrando forma y densidad. De aquellas quimeras surgen cabellos, ojos, pies. Se visten las copas y los brazos. Los colores aparecen: verdes, naranjas, amarillos. Los pies salen a caminar. Ya hay estremecimientos en algunos estómagos, cansancio en los hombros. El olor del cabello sucio y las manos sudadas se cuela en el aire. Ya chocan las ollas colgadas de las mochilas. El árbol está ahora en todos lados, acompañando el recorrido. En los rostros que se pierden detrás de la palabra miles aparece la figura de ese árbol. En medio de esa ola irrefrenable estamos. Caminando atrás de una imagen que recuerda la de un príncipe prerrafaelista. Un joven sostenido por dos sombras verdes y cafés. Porta una manta roída, de un color que circunda entre el púrpura y el morado, decolorada por los rayos de un sol imaginario. Se le ve con mayor claridad que a los demás. Se escucha su respiración afectada. Ya se pierde, reaparece. Gira en cada cabeza su densidad. El tiempo se concentra en esa fracción de espacio. Se contrae hacia el cuerpo sugerido. Es un descubrimiento. El texto se vuelve contexto. ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Importa saberlo? Las respuestas no son del todo claras. La interrelación de ellas es lo que termina por crear un camino. ¿Dónde está? En el momento en que lo leemos y pensamos en él, está, o puede estar, en Cloyes, en el condado de Vendôme. De nuevo la imagen del principio aparece. El árbol cobra entonces una nueva dimensión: las raíces se revierten hacia sus adentros. Antes de que el texto se vicie hacia sí mismo, el aire se expande. Se vuelca el interior para afuera. El paisaje que acompaña al personaje habla. Es breve el escenario, pero comunica. Es un pedazo de tierra dibujado por apenas una línea. Un árbol con ramas y hojas. Un silencio. Seguimos al personaje apelando a una musicalidad intrínseca a la posibilidad de que su camino prosiga. ¿Qué hace? Además de arrastrar los pies, encamina una marcha. Explota. Cada pedazo de él repercute en el cuerpo de los otros niños que le acompañan. En todos está envuelta la capa púrpura. En esos espectros el camino está sembrado; la semilla del veneno se cuela por las callejuelas de sus venas verdes. ¿Qué hacen? Avanzan. ¿Hacia dónde? Al origen del que saben no han partido, al que tampoco volverán. La multiplicación de esas voces se vuelve un eco poderoso. La pregunta se replantea: ¿Dónde están? El espacio vuelve a modificarse. Las luces no alumbran. El fuego no quema. Persiste en las sombras. Incendia en voz baja, en cada metro recorrido. A dónde van. ¿Quiénes? ¿Quién? ¿Importa saber cuántos son? ¿Son la repetición de un primer plano? ¿Las ondas que baten después de una piedra que ya se ha perdido en el lago? Sin embargo, esas ondas, a veces logran repercusiones importantes, haciendo que se olvide aún más a esa piedra sepultada. Dónde está el inicio. ¿En la imagen de un niño en la cima de una escalera plegadiza, de quien se desprenden las sombras de los demonios y los hombres, del dolor y la gloria, como una voz que se alza encima de la multitud y nos recuerda a otra multitud, en otro espacio y tiempo? No me interesa el juego de los espejos en ese sentido: vacío. Construcción: el fantasma avanza. Se perfila el sendero. El veneno se vierte y avanza. El cuerpo alza la cara. Mira hacia delante. Nos da la espalda. Vemos a los perros delante de él, tras los matorrales o caminando a la par de niños y adolescentes. Abajo de su capa alguna cruz permanecerá escondida. Un trazo anterior sostiene la luz que ilumina su presencia: una vida lo precede, una muerte lo justifica. La Tierra lo espera en la lejanía. Un lugar que no existe en donde está, sino en el imaginario de quien lo formula y lo repite. Paraíso. Santidad. Tierra santa. Tumbas. Tumbas por doquier se alzan como espejismos desérticos: desiertos. El lugar santo es el punto desde el cuál se puede erigir el nuevo mundo: se levanta el principio en el sitio clave del reinicio. Donde el hombre regresó de la muerte a poblar su viejo cuerpo. Lo resignificó con una vida sin fin en una esfera que no alcanzamos a reconocer. Entonces alguien que seguía a la marcha, mirando hacia arriba, arrancó un trozo de pasto: esto somos, dijo para sí.

parafábula

Ésta es la imagen. Sobre una escalera plegadiza, un niño se encuentra sentado, mira hacia abajo, al frente. Está en un salón alto, vacío, se alcanza a ver un friso, una esquina. Es una habitación que recuerda a los viejos cuartos de los palacios. Es de esas dimensiones, ahora de museo. La escalera es grande. Debe ser pesada, es de madera. Estaría ya abierta, alguien debió ponerla para pintar el techo o reparar algo. El niño sostiene un objeto en la mano izquierda: un círculo. Esconde la derecha. Viste pantalones azules, camisa blanca, saco verde, corbata amarilla. Uno de sus pies da al último peldaño de adelante, el otro se pierde detrás. Abajo el polvo se eleva: un tapete se levanta del suelo. Conforme avanza la mirada, del piso al techo, una serie de personajes se suceden. Da la impresión de que giran, parece que es de una explosión, cuyo centro es el niño en la escalera, de donde ellos emergen. Parece que la alfombra flotante es producto de esa inercia. Un hombre desciende, un hombre mayor, alrededor de los cincuenta años. Lleva desnudo el torso, un pantaloncillo es su única vestimenta. Su brazo derecho está henchido, su puño apretado. Sostiene un collar en su mano. Lo aprieta. Su otro brazo está atrás. Su boca está abierta, su gesto es desesperado, todo su cuerpo comunica prisa. Como si después de muchos años hubiese logrado escapar de una prisión y temiese que el tiempo se le acabara, que ya no llegará a su destino. A ese hombre y nada más ve el niño. Hay otro que cae y su rostro anuncia el dolor de la caída. Tiene un pie amarrado por una horquilla. Atrás de él una mujer desnuda reposa en una actitud erótica sobre el aire. Atrás un hombre combate contra un demonio. Otras figuras se confunden. Otra mujer, también desnuda, de espaldas, sentada sobre la nada, sale de la nada de un saco. Un hombre que en los hombros carga un escudo estira su brazo, para sostener el de una mujer que se recarga sobre su propio codo. Una joven rubia apenas se asoma. Otro niño, quizá más grande que el del centro, mira hacia delante. ¿Qué mirará? Un hombre acompañado por dos mesoneras: canta él a toda garganta. A su lado un fauno se yergue entre pieles de leopardos con dos ninfas; con las cabezas erguidas, celebrados por los laureles. La luz permite ver una columna. Se despiden púrpuras, azules, naranjas. Una M, o quizá una W, está grabada en una pata de la escalera. Lo que oculta el niño parece emitir cierta luminosidad: lo vemos en los rostros resplandecientes de los mesoneros y en la propia escalera. En las ninfas y el fauno, en el naranja que flota en el aire. Del otro lado, el del brazo izquierdo del niño, penumbra. Sombras que se envuelven.
Leer el choque de opuestos es fácil. Mas lo interesante, para mí, no radica en ese detalle, sino en la posibilidad, en ese encuentro. En ese niño que podría perderse en la vista de aquellos prodigios. Es claro que se trata de un acto de imaginación. Me importa la proyección de ese margen, de ese límite en el que se encuentra, su relación con las presencias que lo rodean.
El rostro grave del niño sugiere interés en lo que el hombre lleva en su brazo de atrás. Espejos que no reflejan el rostro que pretende verse, sino el de su propia ceguera. ¿Qué ve el otro hombre, qué mira con atención al frente? ¿Al árbol del veneno? ¿O su semilla?

otro principio

¿Dónde es donde algo comienza? ¿En una palabra, en una idea? ¿Una imagen? ¿De la confluencia de todos estos puntos? Entonces la cuestión es traducir ese primer instinto a un mecanismo que sea capaz de hacer convivir esa multiplicidad de sentidos. La búsqueda de eso que ya hemos intuido no es inútil: el hallazgo no radica en la primicia, sino en los rasgos particulares, en la descripción de ese movimiento anterior. Presente ahora. En la musicalidad de lo concreto. En la simpleza de la forma: sutilezas del tacto. La madera ya está puesta, hay que tallarla. Hay placer en esa acción. En la reproducción de esa fractura: encuentro: herida: deseo. La voluptuosidad del rostro que se encuentra reflejado por otros ojos, que le permite el diálogo y la historia. Tenemos un suceso. Tenemos palabras. ¿Qué necesitamos para que algo suceda?

lunes, 30 de julio de 2007

caminata


a propósito de hamelin


a propósito de hamelin

se presentó en la plaza un hombre flaco y alto, vestido con ropas extrañas, ataviado con un sombrero, un costal a la espalda y una pluma blanca en la mano...todos los ratones hasta formar una larga fila...y los ratones, como llevados por una extraña locura, se dirigieron al vacío...y al ver que sólo había diez monedas de oro...demasiado te damos por tocar una simple melodía...hamelin pagará con creces esta ofensa... al oír la melodía, todos los niños en círculo caminaron y lo siguieron hasta perderse en lo profundo del bosque...hasta que una tarde el niño cojito...encontró la flauta mágica en el bosque, con miedo la llevó a sus labios y los niños aparecieron de entre los árboles... (¿A dónde los llevó el flautista?)

martes, 24 de julio de 2007

imagen que intenta ser metaforizada

pasa otra cosa también con los movimientos, generan necesariamente no sólo inercia, sino incertidumbre en tanto una paradoja de acumulación. la imagen es como la de una piedra que se avienta al río: se incerta en el movimiento del agua produciendo un movimiento alterno, que no ilumina por contraste, sino que se pierde en la cadencia que lo rebasa, al tiempo en que no se sabe bien a bien en qué momento, luego de qué salto, finalmente se sumergirá y termirá ese movimiento independiente.

lo que queda

hace unos años empezó una necesidad de escritura. el tema fundamental fueron siempre los fantasmas. lo que rodea, lo que rodean y entonces la figuración de su espacio. lo que sucede es que me lleva a pensar en el camino. en un camino. por ese entonces supe de un libro que me parecía imposible y fascinante desde su formulación. como traducción a escritura, como reflexión y proyección poética, quizás deslumbrante. pero más allá de ello, lo interesante para mí fueron dos cosas: la idea de caminata y la idea del tránsito.

domingo, 22 de julio de 2007

ana


silvia (imagen proyectada al pasado)


una servilleta y la tinta que quedó


sábado, 21 de julio de 2007

parafábula (0)

El texto tomaba dos caminos. Dos historias. Por un lado la historia de Santiago, y por el otro, lo que pasaba era la contracorriente: la historia que él imaginaba de sus padres. Suceden dos caminos, entonces. El devenir del tiempo enmarca dos cosas, el final del tiempo para estos dos personajes, como el fin del tiempo narrativo en tanto escritura. La prolongación de alguna de ambas componendas supone la ampliación de la otra. Hay una necesidad que quiere negar la posibilidad del final. Quizá se deba a una incertidumbre fundamental. No se sabe cómo termina el camino.

jueves, 12 de julio de 2007

fábula III

Sabré dónde estás. Ana, preguntaste por León y yo no dije nada. Sentí pesar cuando pronunciaste su nombre en voz alta. Quizá pensabas en él y el nombre salió de ti porque no podías retenerlo más. Al decirlo vino a mi mente la imagen de Silvia, y luego la de León hablándome de Silvia. Lo vi sentado, contándome de las tardes con ella, de su tibia desnudez, de la sensación de que el sol nunca dejaba de tocarla. Veo los ojos de ambos fundirse en miradas largas, que acaso se resolverían en caricias y en besos. Luego, como siempre, recuerdo su cara víctima de alguna afectación de culpa y franqueza entremezcladas negando lo que con anterioridad me ha contado. Me dice: te he mentido, eso no ha sido lo que en realidad ha pasado. Luego me cuenta una versión en la que exagera y pone mayor énfasis en detalles que sabe me resultarán odiosos. Y al escucharte pronunciar su nombre pienso en ello. Temo que existan historias semejantes sobre ti. Que en tu muerte pienses en él y lo desees a él más que a mí. La noche significa nuestro tránsito a una distinta oscuridad. A una imprecisión que se manifiesta necesaria, o que se manifiesta abierta, sin importar el hecho de que las cosas han sido siempre así. Mi debilidad se muestra ante mí como el destello del blanco ocular ante la piel del rostro. Es insuficiente, Ana, ese destello, desearte ahora. Si deseas a León no lo sé. No importa. No conozco tus pensamientos. Aún cuando estoy sobre ti y siento el ritmo de tu respiración, aún si estás sobre mí y con tus muslos me contienes. No sé qué es lo sientes. En ocasiones me parece que me amas. Así como sé que me deseas cuando estamos solos. Respondo a ti. No te veo. No veo si quiera algo que se asemeje a tu sombra. La calle luce vacía. Es difícil concebir que alguien haya estado aquí antes, y alguien está aquí ahora, mucha gente. Santiago, volteo, no veo a nadie. Santiago. Mi nombre. Santiago. ¿Quién me llama? Silvia, ¿eres tú? Ana, ¿eres tú?

martes, 10 de julio de 2007

lunes, 9 de julio de 2007

fábula II

Algunas veces me pregunté el porqué. No lo entiendo. Algún día le ayudé a limpiar la casa, aunque mis padres se lo habían ordenado a él. Sin que se diera cuenta saqué un balde de agua y un trapo. Comencé a pasarlo sobre los muebles, por el barandal de la escalera. Lo hacía todo con torpeza, mas era un niño y no podía hacerlo con mayor agilidad. Al llegar a la habitación de mis padres, noté que él entró a la suya. Cerró la puerta. Yo aproveché su ausencia para esmerarme en el aseo del cuarto. Subí a una repisa en donde tenían algunos libros y retratos para limpiarlos con mi trapo. Al bajar, por descuido tiré el balde al piso. La recámara estaba alfombrada y se estropeo con el agua sucia. Él llegó al escuchar la caída del recipiente. Se paró en el marco de la puerta. Observó la alfombra. Me miró y en sus ojos vi rabia. Entiendo que se molestara, pero su enojo lo superó. Se abalanzó contra mí y no paró de golpearme. Yo, por el miedo más que por el dolor, comencé a llorar. Al ver mi llanto se detuvo. Se contuvo. No dijo nada y se fue. Pasó el tiempo y cayó sobre él la enfermedad. Fue rápida. No me di cuenta cuando ya lo había fulminado. En la noche lloraban mis padres. No recuerdo si él lloró. No recuerdo su llanto. Lo imagino sentado en su cama, débil, pesado, como una masa de plomo. Pero quizá es el modo en que me gusta pensar en él. No me enteré de cuándo murió. Mis padres, con el afán de protegerme, me mandaron a la casa de unos parientes. Los fines de semana yo jugaba contigo y con Ana, con Silvia. Vi a mis padres el día del funeral de mi hermano. Sentí pena por ellos. Mas al ver e ataúd me estremecí. Sentí un frío atrapado en la nuca. Las piernas me temblaron. Sin percatarme, sin tener la menor precaución, me dejé envolver por el abrazo de mi madre, sabiendo que en mí abrazaba a mi hermano. Desde entonces me siento como si fuese un fantasma. Entonces León se puso de pie y se marchó sin despedirse ni decir palabra. Un par de días después, luego de jugar en el parque se acercó a mí y me dijo: ¿recuerdas lo que hablamos hace unos días?, olvídalo, no es cierto. Mentí, jugaba contigo. Sé que hasta cierto punto no mentía. Tardes posteriores me dijo: ¿recuerdas, Santiago, lo que te conté hace unos días?, ¿recuerdas que te había contado algo acerca de mi hermano, de sus invitaciones pidiéndome fuera con él para acompañarlo en la muerte? Pues hoy lo he escuchado de nuevo. Cuando sepultaron su ataúd en el cementerio yo pude escuchar la voz de mi hermano y tenía en la mente la imagen de sus ojos. Tuve miedo. La tristeza desapareció pronto; se convirtió en el miedo de que me persiguiera desde su muerte. Que su odio fuera mayor que su cuerpo y aún muerto deseara castigarme para saciarse un poco en el aburrimiento de la eternidad. Y reía nervioso. Él hablaba y yo con la vista te busqué, Ana. Contagiado por el miedo de León y por las ganas de verte, de saber de ti, te busqué en el paisaje inmediato. No te vi. Y corrí de nuevo. Corrí con mi pensamiento y me harté de ti. Me harté de León, que seguía conmigo. En mi cuerpo hubo un cansancio. Una pesadumbre me invadió. No es que el cielo se oscureciera, pero sentí que se oscurecía. Reí de mí en silencio, reí de León, también. Sabes, pienso en Silvia muy a menudo. En ocasiones me doy cuenta de que en mis sueños aparece, o así debe ser, porque en las mañanas despierto y tengo la sensación de que he estado con ella toda la noche. Silvia me ha gustado desde que éramos niños. Pienso mucho en ella. Olvido los reclamos de mi hermano, los lloriqueos de mi madre, la pasividad de mi padre cuando ella se atraviesa en mis pensamientos. Cuando la veo tengo ganas de tocarla , de sentir su espalda en mis manos. Sabes, Santiago, alguna vez lo hice. Estábamos solos y le pasé la mano por la espalda. Ella se quedó quieta al principio, luego me miró a los ojos y sus ojos estaban enrarecidos. Sentí que al tiempo que un reproche, sus ojos me invitaban a más. Yo no supe si seguir, aunque tenía ganas de seguir. Silvia, supongo, se cansó de esperar y se fue. Nos dejó sin palabras la tarde cuando terminó de contarme. Yo, debo aceptarlo, me sentí turbado al oírlo. No lo creí del todo, pero la posibilidad de que todo eso hubiere sucedidote producían un estrépito y una perplejidad que no supe manejar. Ahora que lo recuerdo me sigue causando el mismo desasosiego. Ana se ha adelantado, la veo allá adelante. Así deben verse los espejismos en los desiertos. Así como ahora veo a Ana, la veo y parece no ser ella. Se trasluce y veo a través de su cuerpo. Deben ser mis ojos los que transmiten esa imprecisión. Es el mundo que se contrae una vez más. La calle se ha sumergido en las tinieblas. La noche vigila y extiende su manto. Se calienta mi cuello. Como si un sol ennegrecido blandiera a mis espaldas. Como si ese sol fuese la personificación de la noche que nos observa y con ese rayo en mi cuello dijera: aquí estoy, estás muriendo. La noche es también un vendaval que se mete en mis ojos, haciendo todo perdidizo y esquivo. Como Ana, a quien he dejado de ver. La luz de un auto atraviesa el paraje; pero es sólo la luz, el auto no aparece. ¿Será que he olvidado cómo llegar al parque? No recuerdo. Ya deberíamos haber llegado. Ana, no te veo. Ana, ¿dónde estás? ¿Será que tu cuerpo ha cedido? ¿No escuchas el rumor de los árboles? No, no puede ser. Es una tontería. Te has adelantado, eso es todo. O te has detenido en la acera, porque no ves más el camino. El cansancio te ha tomado. En la oscuridad resaltarás y te veré.

fábula (infancia) I

Éramos dos voces que se confundían en rumor general del bosque. En el rumor que se alza sobre las tinieblas, los arbustos y las ramas más altas. Salíamos y corríamos. Jugamos los juegos que acostumbran los niños. Jugamos con los otros niños de la ciudad. Nos perseguimos a lo largo de las calles y nos refugiamos tras los autos. Las tardes eran plácidas. Recuerdas que caminábamos por los callejones tomados de las manos, temblando, hablando apenas a susurros y luego reíamos. Me soltabas o te soltaba y corríamos. Vivimos así: corriendo, unos tras de otros. Como esa vez que fuimos los niños al bosque: era mediodía, sólo escuchábamos cómo tronaban las hojas al romperse, no se podía ver a nadie. Fue como si todos hubieran desaparecido. Y yo corría con la angustia de no encontrar a ninguno. Ana, grité, y en respuesta escuché burlas y risas. Llegó un momento en que incluso eso desapareció. Como si el bosque nos hubiera tomado para sí, para soportar su soledad y las ganas que quizá tendría de gritar. El bosque se complacería de nosotros. Por eso nos llamaba a menudo. Por eso su rumor traspasaba sus barreras y llegaba a nosotros, solos en nuestras habitaciones. Pensé, cuando caminaba en pos del vacío, que no volvería a verte, que serías un fantasma más del bosque, o yo lo sería. Sentí en el pecho una desesperación, que era un frío que se esparcía por todo el cuerpo. Una sensación muy parecida al hambre, y seguí caminando. El campo, pese a la claridad del día, era para mí una penumbra. Me sentí ajeno a este mundo. Quise llorar, pero no pude. Decidí que seguiría caminando. Contuve mi miedo y así lo hice. Había estado ahí antes, pero lo veía me era desconocido. No reconocí los senderos, ni los árboles, ni los arbustos. El cielo no era para mí cielo abierto. Por un rato me quedé sentado. Cansado, incluso traté de dormir, con la esperanza de que al despertar las cosas serían más claras. Me recosté y cerré los ojos. Dije tu nombre, Ana, pensando que de alguna forma me escucharías y vendrías por mí. Cerré los ojos y sentí el abrazo del viento, que me cubría como si se tratase de una manta que me proveía del frío de su protección. Las hojas se esparcirían a mi alrededor, no lo sé. El sueño no encontró dónde me hallaba. Me sentí perdido. No hubo providencia que me rescatara. Me levanté para seguir caminando. El día se escapaba y me iba dejando en voluntad de la noche. Por fin, reconocí un trecho y pude salir. Fui a la casa de tus padres, en donde vivía, en una habitación que tu padre había dispuesto para mí. Llegué, entré por la puerta de enfrente y estaban tú y tus padres, Isabel, sentados en el recibidor, esperándome. Había, al tiempo que tranquilidad, cierto temor en sus ojos. Se preguntarían que me había pasado. Dónde estuve todo ese tiempo. No hicieron preguntas. Yo no dije palabra alguna. Qué me sucedió a ciencia cierta no lo sé. Podría decir que nada, pero sé que no fue así. Aunque yo mismo no lo entienda y por consiguiente no pueda explicarlo. Debo manifestar que durante ese lapso pensé en ti de un modo en que no lo había hecho antes. Mientras caminaba, desee que atrás del árbol que se me apareciera estuvieras tú. Entonces no supe por qué, sino hasta después. Desee verte emerger del prado de atrás de la pendiente. Mas no apareciste. Te lo reproché cuando estuve ya en mi cuarto y el viento se estrellaba contra las ventanas y las hacía temblar. Esa noche debí soñar contigo. No recuerdo. Pero así debió ser. A la mañana siguiente los niños me observaban. Me veían extrañados, como si yo no fuese humano. Sabrían algo de mí que yo no sabía. León salió del grupo y riendo me dijo que era un tonto por perderme de aquella manera. Todos rieron. Yo lo hice después, pero forzado, al igual que León. Ana se quedó atrás. No dijo nada; cuando la miré no me miró. Mantuvo la cabeza gacha, indiferente, y supe que no quería envolverse en ese alegato sin sentido. Ana se perdía sin que nada le importara. Se fue a su casa. Hiciste bien, ahora lo sé. Yo estuve con León esa tarde. Estuve con los demás, jugando, mientras el día nos lo permitió. Mientras llegaba la lluvia a escurrir de las hojas. Corrimos León y yo por las calles de esta ciudad. Al decirlo no siento nostalgia. León fue mi amigo. Me gustaría pensarlo como a un hermano, pero no puedo. Al tiempo que nos unía la amistad, lo hacía también la sensación de abandono. León tuvo un hermano, murió cuando él ara muy chico todavía. Me contaba que en ocasiones durante las noches escuchaba la voz de su hermano que lo llamaba y lo invitaba a ir a donde él estaba. Incluso, decía, había ocasiones en que a pleno día lo escuchaba. León no hizo caso a las invitaciones. Quizá el miedo lo paralizó y se negó la oportunidad de seguir a su hermano. Alguna vez, ambos sentados bajo un árbol, le pregunté si amaba a su hermano, si en verdad estaría dispuesto a seguirlo. Él, sin mucha seriedad, me contestó que en realidad no recordaba lo que sintió por él. Él era mayor que él, que León, y no convivieron mucho. Sin embargo, la emoción que tuvo en el funeral de éste la tenía muy presente. Me decía: puede que haya empezado todo desde antes, no es que no lo quisiera, lo quería, pero no conviví mucho con él. Recuerdo sus burlas y sus ofensas. El modo en que renegaba de mí. Sus continuos insultos. Sé que me quería, pero no pude llegar a averiguar si era más grande su amor que su odio hacia mí.