lunes, 9 de julio de 2007

fábula (infancia) I

Éramos dos voces que se confundían en rumor general del bosque. En el rumor que se alza sobre las tinieblas, los arbustos y las ramas más altas. Salíamos y corríamos. Jugamos los juegos que acostumbran los niños. Jugamos con los otros niños de la ciudad. Nos perseguimos a lo largo de las calles y nos refugiamos tras los autos. Las tardes eran plácidas. Recuerdas que caminábamos por los callejones tomados de las manos, temblando, hablando apenas a susurros y luego reíamos. Me soltabas o te soltaba y corríamos. Vivimos así: corriendo, unos tras de otros. Como esa vez que fuimos los niños al bosque: era mediodía, sólo escuchábamos cómo tronaban las hojas al romperse, no se podía ver a nadie. Fue como si todos hubieran desaparecido. Y yo corría con la angustia de no encontrar a ninguno. Ana, grité, y en respuesta escuché burlas y risas. Llegó un momento en que incluso eso desapareció. Como si el bosque nos hubiera tomado para sí, para soportar su soledad y las ganas que quizá tendría de gritar. El bosque se complacería de nosotros. Por eso nos llamaba a menudo. Por eso su rumor traspasaba sus barreras y llegaba a nosotros, solos en nuestras habitaciones. Pensé, cuando caminaba en pos del vacío, que no volvería a verte, que serías un fantasma más del bosque, o yo lo sería. Sentí en el pecho una desesperación, que era un frío que se esparcía por todo el cuerpo. Una sensación muy parecida al hambre, y seguí caminando. El campo, pese a la claridad del día, era para mí una penumbra. Me sentí ajeno a este mundo. Quise llorar, pero no pude. Decidí que seguiría caminando. Contuve mi miedo y así lo hice. Había estado ahí antes, pero lo veía me era desconocido. No reconocí los senderos, ni los árboles, ni los arbustos. El cielo no era para mí cielo abierto. Por un rato me quedé sentado. Cansado, incluso traté de dormir, con la esperanza de que al despertar las cosas serían más claras. Me recosté y cerré los ojos. Dije tu nombre, Ana, pensando que de alguna forma me escucharías y vendrías por mí. Cerré los ojos y sentí el abrazo del viento, que me cubría como si se tratase de una manta que me proveía del frío de su protección. Las hojas se esparcirían a mi alrededor, no lo sé. El sueño no encontró dónde me hallaba. Me sentí perdido. No hubo providencia que me rescatara. Me levanté para seguir caminando. El día se escapaba y me iba dejando en voluntad de la noche. Por fin, reconocí un trecho y pude salir. Fui a la casa de tus padres, en donde vivía, en una habitación que tu padre había dispuesto para mí. Llegué, entré por la puerta de enfrente y estaban tú y tus padres, Isabel, sentados en el recibidor, esperándome. Había, al tiempo que tranquilidad, cierto temor en sus ojos. Se preguntarían que me había pasado. Dónde estuve todo ese tiempo. No hicieron preguntas. Yo no dije palabra alguna. Qué me sucedió a ciencia cierta no lo sé. Podría decir que nada, pero sé que no fue así. Aunque yo mismo no lo entienda y por consiguiente no pueda explicarlo. Debo manifestar que durante ese lapso pensé en ti de un modo en que no lo había hecho antes. Mientras caminaba, desee que atrás del árbol que se me apareciera estuvieras tú. Entonces no supe por qué, sino hasta después. Desee verte emerger del prado de atrás de la pendiente. Mas no apareciste. Te lo reproché cuando estuve ya en mi cuarto y el viento se estrellaba contra las ventanas y las hacía temblar. Esa noche debí soñar contigo. No recuerdo. Pero así debió ser. A la mañana siguiente los niños me observaban. Me veían extrañados, como si yo no fuese humano. Sabrían algo de mí que yo no sabía. León salió del grupo y riendo me dijo que era un tonto por perderme de aquella manera. Todos rieron. Yo lo hice después, pero forzado, al igual que León. Ana se quedó atrás. No dijo nada; cuando la miré no me miró. Mantuvo la cabeza gacha, indiferente, y supe que no quería envolverse en ese alegato sin sentido. Ana se perdía sin que nada le importara. Se fue a su casa. Hiciste bien, ahora lo sé. Yo estuve con León esa tarde. Estuve con los demás, jugando, mientras el día nos lo permitió. Mientras llegaba la lluvia a escurrir de las hojas. Corrimos León y yo por las calles de esta ciudad. Al decirlo no siento nostalgia. León fue mi amigo. Me gustaría pensarlo como a un hermano, pero no puedo. Al tiempo que nos unía la amistad, lo hacía también la sensación de abandono. León tuvo un hermano, murió cuando él ara muy chico todavía. Me contaba que en ocasiones durante las noches escuchaba la voz de su hermano que lo llamaba y lo invitaba a ir a donde él estaba. Incluso, decía, había ocasiones en que a pleno día lo escuchaba. León no hizo caso a las invitaciones. Quizá el miedo lo paralizó y se negó la oportunidad de seguir a su hermano. Alguna vez, ambos sentados bajo un árbol, le pregunté si amaba a su hermano, si en verdad estaría dispuesto a seguirlo. Él, sin mucha seriedad, me contestó que en realidad no recordaba lo que sintió por él. Él era mayor que él, que León, y no convivieron mucho. Sin embargo, la emoción que tuvo en el funeral de éste la tenía muy presente. Me decía: puede que haya empezado todo desde antes, no es que no lo quisiera, lo quería, pero no conviví mucho con él. Recuerdo sus burlas y sus ofensas. El modo en que renegaba de mí. Sus continuos insultos. Sé que me quería, pero no pude llegar a averiguar si era más grande su amor que su odio hacia mí.

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