lunes, 20 de agosto de 2007

parafábula

Ésta es la imagen. Sobre una escalera plegadiza, un niño se encuentra sentado, mira hacia abajo, al frente. Está en un salón alto, vacío, se alcanza a ver un friso, una esquina. Es una habitación que recuerda a los viejos cuartos de los palacios. Es de esas dimensiones, ahora de museo. La escalera es grande. Debe ser pesada, es de madera. Estaría ya abierta, alguien debió ponerla para pintar el techo o reparar algo. El niño sostiene un objeto en la mano izquierda: un círculo. Esconde la derecha. Viste pantalones azules, camisa blanca, saco verde, corbata amarilla. Uno de sus pies da al último peldaño de adelante, el otro se pierde detrás. Abajo el polvo se eleva: un tapete se levanta del suelo. Conforme avanza la mirada, del piso al techo, una serie de personajes se suceden. Da la impresión de que giran, parece que es de una explosión, cuyo centro es el niño en la escalera, de donde ellos emergen. Parece que la alfombra flotante es producto de esa inercia. Un hombre desciende, un hombre mayor, alrededor de los cincuenta años. Lleva desnudo el torso, un pantaloncillo es su única vestimenta. Su brazo derecho está henchido, su puño apretado. Sostiene un collar en su mano. Lo aprieta. Su otro brazo está atrás. Su boca está abierta, su gesto es desesperado, todo su cuerpo comunica prisa. Como si después de muchos años hubiese logrado escapar de una prisión y temiese que el tiempo se le acabara, que ya no llegará a su destino. A ese hombre y nada más ve el niño. Hay otro que cae y su rostro anuncia el dolor de la caída. Tiene un pie amarrado por una horquilla. Atrás de él una mujer desnuda reposa en una actitud erótica sobre el aire. Atrás un hombre combate contra un demonio. Otras figuras se confunden. Otra mujer, también desnuda, de espaldas, sentada sobre la nada, sale de la nada de un saco. Un hombre que en los hombros carga un escudo estira su brazo, para sostener el de una mujer que se recarga sobre su propio codo. Una joven rubia apenas se asoma. Otro niño, quizá más grande que el del centro, mira hacia delante. ¿Qué mirará? Un hombre acompañado por dos mesoneras: canta él a toda garganta. A su lado un fauno se yergue entre pieles de leopardos con dos ninfas; con las cabezas erguidas, celebrados por los laureles. La luz permite ver una columna. Se despiden púrpuras, azules, naranjas. Una M, o quizá una W, está grabada en una pata de la escalera. Lo que oculta el niño parece emitir cierta luminosidad: lo vemos en los rostros resplandecientes de los mesoneros y en la propia escalera. En las ninfas y el fauno, en el naranja que flota en el aire. Del otro lado, el del brazo izquierdo del niño, penumbra. Sombras que se envuelven.
Leer el choque de opuestos es fácil. Mas lo interesante, para mí, no radica en ese detalle, sino en la posibilidad, en ese encuentro. En ese niño que podría perderse en la vista de aquellos prodigios. Es claro que se trata de un acto de imaginación. Me importa la proyección de ese margen, de ese límite en el que se encuentra, su relación con las presencias que lo rodean.
El rostro grave del niño sugiere interés en lo que el hombre lleva en su brazo de atrás. Espejos que no reflejan el rostro que pretende verse, sino el de su propia ceguera. ¿Qué ve el otro hombre, qué mira con atención al frente? ¿Al árbol del veneno? ¿O su semilla?

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