lunes, 20 de agosto de 2007

parafábula

A partir de cierto silencio es que las voces empiezan a enfilar una causa de acción. Y la elocución resulta entonces una consecuencia y un acto: movimiento. Ese silencio entonces invade y es capaz de extinguirse, produciendo en su devenir y caída una nueva potencia: un nuevo silencio que no es producto de otra cosa que de la confluencia de sentidos, que termina por ser pausa: los niños caminaban.
Una primera imagen se sugiere como inicio: un árbol erigido al pie de una colina. En medio de esa soledad se vislumbran los tonos de la tarde reflejados en las hojas. Atrás de ese cuadro de verdes y sepias, se encuentra la memoria de una historia. Un recuerdo que camina con la calma del pasado. Entonces emergen los rostros borrosos que van cobrando nitidez conforme el camino se desenvuelve y se avanza. Se vuelve al árbol del principio y es en ese momento que las voces se escuchan. Se disuelve el silencio. El árbol se multiplica, se vierte un bosque que proyecta múltiples sombras, que, luego, se convierten en siluetas humanas, vagos cuerpos que sostienen las caras. Se van generando ruidos, que van de la fractura de la rama al susurro. Las voces van cobrando sentidos, dejan de ser un rumor para convertirse primero en coro, luego en canto, para que terminen por distinguirse las unas de las otras: voces particulares. El paisaje va cobrando forma y densidad. De aquellas quimeras surgen cabellos, ojos, pies. Se visten las copas y los brazos. Los colores aparecen: verdes, naranjas, amarillos. Los pies salen a caminar. Ya hay estremecimientos en algunos estómagos, cansancio en los hombros. El olor del cabello sucio y las manos sudadas se cuela en el aire. Ya chocan las ollas colgadas de las mochilas. El árbol está ahora en todos lados, acompañando el recorrido. En los rostros que se pierden detrás de la palabra miles aparece la figura de ese árbol. En medio de esa ola irrefrenable estamos. Caminando atrás de una imagen que recuerda la de un príncipe prerrafaelista. Un joven sostenido por dos sombras verdes y cafés. Porta una manta roída, de un color que circunda entre el púrpura y el morado, decolorada por los rayos de un sol imaginario. Se le ve con mayor claridad que a los demás. Se escucha su respiración afectada. Ya se pierde, reaparece. Gira en cada cabeza su densidad. El tiempo se concentra en esa fracción de espacio. Se contrae hacia el cuerpo sugerido. Es un descubrimiento. El texto se vuelve contexto. ¿Dónde está? ¿Qué hace? ¿Importa saberlo? Las respuestas no son del todo claras. La interrelación de ellas es lo que termina por crear un camino. ¿Dónde está? En el momento en que lo leemos y pensamos en él, está, o puede estar, en Cloyes, en el condado de Vendôme. De nuevo la imagen del principio aparece. El árbol cobra entonces una nueva dimensión: las raíces se revierten hacia sus adentros. Antes de que el texto se vicie hacia sí mismo, el aire se expande. Se vuelca el interior para afuera. El paisaje que acompaña al personaje habla. Es breve el escenario, pero comunica. Es un pedazo de tierra dibujado por apenas una línea. Un árbol con ramas y hojas. Un silencio. Seguimos al personaje apelando a una musicalidad intrínseca a la posibilidad de que su camino prosiga. ¿Qué hace? Además de arrastrar los pies, encamina una marcha. Explota. Cada pedazo de él repercute en el cuerpo de los otros niños que le acompañan. En todos está envuelta la capa púrpura. En esos espectros el camino está sembrado; la semilla del veneno se cuela por las callejuelas de sus venas verdes. ¿Qué hacen? Avanzan. ¿Hacia dónde? Al origen del que saben no han partido, al que tampoco volverán. La multiplicación de esas voces se vuelve un eco poderoso. La pregunta se replantea: ¿Dónde están? El espacio vuelve a modificarse. Las luces no alumbran. El fuego no quema. Persiste en las sombras. Incendia en voz baja, en cada metro recorrido. A dónde van. ¿Quiénes? ¿Quién? ¿Importa saber cuántos son? ¿Son la repetición de un primer plano? ¿Las ondas que baten después de una piedra que ya se ha perdido en el lago? Sin embargo, esas ondas, a veces logran repercusiones importantes, haciendo que se olvide aún más a esa piedra sepultada. Dónde está el inicio. ¿En la imagen de un niño en la cima de una escalera plegadiza, de quien se desprenden las sombras de los demonios y los hombres, del dolor y la gloria, como una voz que se alza encima de la multitud y nos recuerda a otra multitud, en otro espacio y tiempo? No me interesa el juego de los espejos en ese sentido: vacío. Construcción: el fantasma avanza. Se perfila el sendero. El veneno se vierte y avanza. El cuerpo alza la cara. Mira hacia delante. Nos da la espalda. Vemos a los perros delante de él, tras los matorrales o caminando a la par de niños y adolescentes. Abajo de su capa alguna cruz permanecerá escondida. Un trazo anterior sostiene la luz que ilumina su presencia: una vida lo precede, una muerte lo justifica. La Tierra lo espera en la lejanía. Un lugar que no existe en donde está, sino en el imaginario de quien lo formula y lo repite. Paraíso. Santidad. Tierra santa. Tumbas. Tumbas por doquier se alzan como espejismos desérticos: desiertos. El lugar santo es el punto desde el cuál se puede erigir el nuevo mundo: se levanta el principio en el sitio clave del reinicio. Donde el hombre regresó de la muerte a poblar su viejo cuerpo. Lo resignificó con una vida sin fin en una esfera que no alcanzamos a reconocer. Entonces alguien que seguía a la marcha, mirando hacia arriba, arrancó un trozo de pasto: esto somos, dijo para sí.

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