jueves, 12 de julio de 2007
fábula III
Sabré dónde estás. Ana, preguntaste por León y yo no dije nada. Sentí pesar cuando pronunciaste su nombre en voz alta. Quizá pensabas en él y el nombre salió de ti porque no podías retenerlo más. Al decirlo vino a mi mente la imagen de Silvia, y luego la de León hablándome de Silvia. Lo vi sentado, contándome de las tardes con ella, de su tibia desnudez, de la sensación de que el sol nunca dejaba de tocarla. Veo los ojos de ambos fundirse en miradas largas, que acaso se resolverían en caricias y en besos. Luego, como siempre, recuerdo su cara víctima de alguna afectación de culpa y franqueza entremezcladas negando lo que con anterioridad me ha contado. Me dice: te he mentido, eso no ha sido lo que en realidad ha pasado. Luego me cuenta una versión en la que exagera y pone mayor énfasis en detalles que sabe me resultarán odiosos. Y al escucharte pronunciar su nombre pienso en ello. Temo que existan historias semejantes sobre ti. Que en tu muerte pienses en él y lo desees a él más que a mí. La noche significa nuestro tránsito a una distinta oscuridad. A una imprecisión que se manifiesta necesaria, o que se manifiesta abierta, sin importar el hecho de que las cosas han sido siempre así. Mi debilidad se muestra ante mí como el destello del blanco ocular ante la piel del rostro. Es insuficiente, Ana, ese destello, desearte ahora. Si deseas a León no lo sé. No importa. No conozco tus pensamientos. Aún cuando estoy sobre ti y siento el ritmo de tu respiración, aún si estás sobre mí y con tus muslos me contienes. No sé qué es lo sientes. En ocasiones me parece que me amas. Así como sé que me deseas cuando estamos solos. Respondo a ti. No te veo. No veo si quiera algo que se asemeje a tu sombra. La calle luce vacía. Es difícil concebir que alguien haya estado aquí antes, y alguien está aquí ahora, mucha gente. Santiago, volteo, no veo a nadie. Santiago. Mi nombre. Santiago. ¿Quién me llama? Silvia, ¿eres tú? Ana, ¿eres tú?
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