lunes, 30 de julio de 2007
a propósito de hamelin
se presentó en la plaza un hombre flaco y alto, vestido con ropas extrañas, ataviado con un sombrero, un costal a la espalda y una pluma blanca en la mano...todos los ratones hasta formar una larga fila...y los ratones, como llevados por una extraña locura, se dirigieron al vacío...y al ver que sólo había diez monedas de oro...demasiado te damos por tocar una simple melodía...hamelin pagará con creces esta ofensa... al oír la melodía, todos los niños en círculo caminaron y lo siguieron hasta perderse en lo profundo del bosque...hasta que una tarde el niño cojito...encontró la flauta mágica en el bosque, con miedo la llevó a sus labios y los niños aparecieron de entre los árboles... (¿A dónde los llevó el flautista?)
martes, 24 de julio de 2007
imagen que intenta ser metaforizada
pasa otra cosa también con los movimientos, generan necesariamente no sólo inercia, sino incertidumbre en tanto una paradoja de acumulación. la imagen es como la de una piedra que se avienta al río: se incerta en el movimiento del agua produciendo un movimiento alterno, que no ilumina por contraste, sino que se pierde en la cadencia que lo rebasa, al tiempo en que no se sabe bien a bien en qué momento, luego de qué salto, finalmente se sumergirá y termirá ese movimiento independiente.
lo que queda
hace unos años empezó una necesidad de escritura. el tema fundamental fueron siempre los fantasmas. lo que rodea, lo que rodean y entonces la figuración de su espacio. lo que sucede es que me lleva a pensar en el camino. en un camino. por ese entonces supe de un libro que me parecía imposible y fascinante desde su formulación. como traducción a escritura, como reflexión y proyección poética, quizás deslumbrante. pero más allá de ello, lo interesante para mí fueron dos cosas: la idea de caminata y la idea del tránsito.
domingo, 22 de julio de 2007
sábado, 21 de julio de 2007
parafábula (0)
El texto tomaba dos caminos. Dos historias. Por un lado la historia de Santiago, y por el otro, lo que pasaba era la contracorriente: la historia que él imaginaba de sus padres. Suceden dos caminos, entonces. El devenir del tiempo enmarca dos cosas, el final del tiempo para estos dos personajes, como el fin del tiempo narrativo en tanto escritura. La prolongación de alguna de ambas componendas supone la ampliación de la otra. Hay una necesidad que quiere negar la posibilidad del final. Quizá se deba a una incertidumbre fundamental. No se sabe cómo termina el camino.
jueves, 12 de julio de 2007
fábula III
Sabré dónde estás. Ana, preguntaste por León y yo no dije nada. Sentí pesar cuando pronunciaste su nombre en voz alta. Quizá pensabas en él y el nombre salió de ti porque no podías retenerlo más. Al decirlo vino a mi mente la imagen de Silvia, y luego la de León hablándome de Silvia. Lo vi sentado, contándome de las tardes con ella, de su tibia desnudez, de la sensación de que el sol nunca dejaba de tocarla. Veo los ojos de ambos fundirse en miradas largas, que acaso se resolverían en caricias y en besos. Luego, como siempre, recuerdo su cara víctima de alguna afectación de culpa y franqueza entremezcladas negando lo que con anterioridad me ha contado. Me dice: te he mentido, eso no ha sido lo que en realidad ha pasado. Luego me cuenta una versión en la que exagera y pone mayor énfasis en detalles que sabe me resultarán odiosos. Y al escucharte pronunciar su nombre pienso en ello. Temo que existan historias semejantes sobre ti. Que en tu muerte pienses en él y lo desees a él más que a mí. La noche significa nuestro tránsito a una distinta oscuridad. A una imprecisión que se manifiesta necesaria, o que se manifiesta abierta, sin importar el hecho de que las cosas han sido siempre así. Mi debilidad se muestra ante mí como el destello del blanco ocular ante la piel del rostro. Es insuficiente, Ana, ese destello, desearte ahora. Si deseas a León no lo sé. No importa. No conozco tus pensamientos. Aún cuando estoy sobre ti y siento el ritmo de tu respiración, aún si estás sobre mí y con tus muslos me contienes. No sé qué es lo sientes. En ocasiones me parece que me amas. Así como sé que me deseas cuando estamos solos. Respondo a ti. No te veo. No veo si quiera algo que se asemeje a tu sombra. La calle luce vacía. Es difícil concebir que alguien haya estado aquí antes, y alguien está aquí ahora, mucha gente. Santiago, volteo, no veo a nadie. Santiago. Mi nombre. Santiago. ¿Quién me llama? Silvia, ¿eres tú? Ana, ¿eres tú?
martes, 10 de julio de 2007
lunes, 9 de julio de 2007
fábula II
Algunas veces me pregunté el porqué. No lo entiendo. Algún día le ayudé a limpiar la casa, aunque mis padres se lo habían ordenado a él. Sin que se diera cuenta saqué un balde de agua y un trapo. Comencé a pasarlo sobre los muebles, por el barandal de la escalera. Lo hacía todo con torpeza, mas era un niño y no podía hacerlo con mayor agilidad. Al llegar a la habitación de mis padres, noté que él entró a la suya. Cerró la puerta. Yo aproveché su ausencia para esmerarme en el aseo del cuarto. Subí a una repisa en donde tenían algunos libros y retratos para limpiarlos con mi trapo. Al bajar, por descuido tiré el balde al piso. La recámara estaba alfombrada y se estropeo con el agua sucia. Él llegó al escuchar la caída del recipiente. Se paró en el marco de la puerta. Observó la alfombra. Me miró y en sus ojos vi rabia. Entiendo que se molestara, pero su enojo lo superó. Se abalanzó contra mí y no paró de golpearme. Yo, por el miedo más que por el dolor, comencé a llorar. Al ver mi llanto se detuvo. Se contuvo. No dijo nada y se fue. Pasó el tiempo y cayó sobre él la enfermedad. Fue rápida. No me di cuenta cuando ya lo había fulminado. En la noche lloraban mis padres. No recuerdo si él lloró. No recuerdo su llanto. Lo imagino sentado en su cama, débil, pesado, como una masa de plomo. Pero quizá es el modo en que me gusta pensar en él. No me enteré de cuándo murió. Mis padres, con el afán de protegerme, me mandaron a la casa de unos parientes. Los fines de semana yo jugaba contigo y con Ana, con Silvia. Vi a mis padres el día del funeral de mi hermano. Sentí pena por ellos. Mas al ver e ataúd me estremecí. Sentí un frío atrapado en la nuca. Las piernas me temblaron. Sin percatarme, sin tener la menor precaución, me dejé envolver por el abrazo de mi madre, sabiendo que en mí abrazaba a mi hermano. Desde entonces me siento como si fuese un fantasma. Entonces León se puso de pie y se marchó sin despedirse ni decir palabra. Un par de días después, luego de jugar en el parque se acercó a mí y me dijo: ¿recuerdas lo que hablamos hace unos días?, olvídalo, no es cierto. Mentí, jugaba contigo. Sé que hasta cierto punto no mentía. Tardes posteriores me dijo: ¿recuerdas, Santiago, lo que te conté hace unos días?, ¿recuerdas que te había contado algo acerca de mi hermano, de sus invitaciones pidiéndome fuera con él para acompañarlo en la muerte? Pues hoy lo he escuchado de nuevo. Cuando sepultaron su ataúd en el cementerio yo pude escuchar la voz de mi hermano y tenía en la mente la imagen de sus ojos. Tuve miedo. La tristeza desapareció pronto; se convirtió en el miedo de que me persiguiera desde su muerte. Que su odio fuera mayor que su cuerpo y aún muerto deseara castigarme para saciarse un poco en el aburrimiento de la eternidad. Y reía nervioso. Él hablaba y yo con la vista te busqué, Ana. Contagiado por el miedo de León y por las ganas de verte, de saber de ti, te busqué en el paisaje inmediato. No te vi. Y corrí de nuevo. Corrí con mi pensamiento y me harté de ti. Me harté de León, que seguía conmigo. En mi cuerpo hubo un cansancio. Una pesadumbre me invadió. No es que el cielo se oscureciera, pero sentí que se oscurecía. Reí de mí en silencio, reí de León, también. Sabes, pienso en Silvia muy a menudo. En ocasiones me doy cuenta de que en mis sueños aparece, o así debe ser, porque en las mañanas despierto y tengo la sensación de que he estado con ella toda la noche. Silvia me ha gustado desde que éramos niños. Pienso mucho en ella. Olvido los reclamos de mi hermano, los lloriqueos de mi madre, la pasividad de mi padre cuando ella se atraviesa en mis pensamientos. Cuando la veo tengo ganas de tocarla , de sentir su espalda en mis manos. Sabes, Santiago, alguna vez lo hice. Estábamos solos y le pasé la mano por la espalda. Ella se quedó quieta al principio, luego me miró a los ojos y sus ojos estaban enrarecidos. Sentí que al tiempo que un reproche, sus ojos me invitaban a más. Yo no supe si seguir, aunque tenía ganas de seguir. Silvia, supongo, se cansó de esperar y se fue. Nos dejó sin palabras la tarde cuando terminó de contarme. Yo, debo aceptarlo, me sentí turbado al oírlo. No lo creí del todo, pero la posibilidad de que todo eso hubiere sucedidote producían un estrépito y una perplejidad que no supe manejar. Ahora que lo recuerdo me sigue causando el mismo desasosiego. Ana se ha adelantado, la veo allá adelante. Así deben verse los espejismos en los desiertos. Así como ahora veo a Ana, la veo y parece no ser ella. Se trasluce y veo a través de su cuerpo. Deben ser mis ojos los que transmiten esa imprecisión. Es el mundo que se contrae una vez más. La calle se ha sumergido en las tinieblas. La noche vigila y extiende su manto. Se calienta mi cuello. Como si un sol ennegrecido blandiera a mis espaldas. Como si ese sol fuese la personificación de la noche que nos observa y con ese rayo en mi cuello dijera: aquí estoy, estás muriendo. La noche es también un vendaval que se mete en mis ojos, haciendo todo perdidizo y esquivo. Como Ana, a quien he dejado de ver. La luz de un auto atraviesa el paraje; pero es sólo la luz, el auto no aparece. ¿Será que he olvidado cómo llegar al parque? No recuerdo. Ya deberíamos haber llegado. Ana, no te veo. Ana, ¿dónde estás? ¿Será que tu cuerpo ha cedido? ¿No escuchas el rumor de los árboles? No, no puede ser. Es una tontería. Te has adelantado, eso es todo. O te has detenido en la acera, porque no ves más el camino. El cansancio te ha tomado. En la oscuridad resaltarás y te veré.
fábula (infancia) I
Éramos dos voces que se confundían en rumor general del bosque. En el rumor que se alza sobre las tinieblas, los arbustos y las ramas más altas. Salíamos y corríamos. Jugamos los juegos que acostumbran los niños. Jugamos con los otros niños de la ciudad. Nos perseguimos a lo largo de las calles y nos refugiamos tras los autos. Las tardes eran plácidas. Recuerdas que caminábamos por los callejones tomados de las manos, temblando, hablando apenas a susurros y luego reíamos. Me soltabas o te soltaba y corríamos. Vivimos así: corriendo, unos tras de otros. Como esa vez que fuimos los niños al bosque: era mediodía, sólo escuchábamos cómo tronaban las hojas al romperse, no se podía ver a nadie. Fue como si todos hubieran desaparecido. Y yo corría con la angustia de no encontrar a ninguno. Ana, grité, y en respuesta escuché burlas y risas. Llegó un momento en que incluso eso desapareció. Como si el bosque nos hubiera tomado para sí, para soportar su soledad y las ganas que quizá tendría de gritar. El bosque se complacería de nosotros. Por eso nos llamaba a menudo. Por eso su rumor traspasaba sus barreras y llegaba a nosotros, solos en nuestras habitaciones. Pensé, cuando caminaba en pos del vacío, que no volvería a verte, que serías un fantasma más del bosque, o yo lo sería. Sentí en el pecho una desesperación, que era un frío que se esparcía por todo el cuerpo. Una sensación muy parecida al hambre, y seguí caminando. El campo, pese a la claridad del día, era para mí una penumbra. Me sentí ajeno a este mundo. Quise llorar, pero no pude. Decidí que seguiría caminando. Contuve mi miedo y así lo hice. Había estado ahí antes, pero lo veía me era desconocido. No reconocí los senderos, ni los árboles, ni los arbustos. El cielo no era para mí cielo abierto. Por un rato me quedé sentado. Cansado, incluso traté de dormir, con la esperanza de que al despertar las cosas serían más claras. Me recosté y cerré los ojos. Dije tu nombre, Ana, pensando que de alguna forma me escucharías y vendrías por mí. Cerré los ojos y sentí el abrazo del viento, que me cubría como si se tratase de una manta que me proveía del frío de su protección. Las hojas se esparcirían a mi alrededor, no lo sé. El sueño no encontró dónde me hallaba. Me sentí perdido. No hubo providencia que me rescatara. Me levanté para seguir caminando. El día se escapaba y me iba dejando en voluntad de la noche. Por fin, reconocí un trecho y pude salir. Fui a la casa de tus padres, en donde vivía, en una habitación que tu padre había dispuesto para mí. Llegué, entré por la puerta de enfrente y estaban tú y tus padres, Isabel, sentados en el recibidor, esperándome. Había, al tiempo que tranquilidad, cierto temor en sus ojos. Se preguntarían que me había pasado. Dónde estuve todo ese tiempo. No hicieron preguntas. Yo no dije palabra alguna. Qué me sucedió a ciencia cierta no lo sé. Podría decir que nada, pero sé que no fue así. Aunque yo mismo no lo entienda y por consiguiente no pueda explicarlo. Debo manifestar que durante ese lapso pensé en ti de un modo en que no lo había hecho antes. Mientras caminaba, desee que atrás del árbol que se me apareciera estuvieras tú. Entonces no supe por qué, sino hasta después. Desee verte emerger del prado de atrás de la pendiente. Mas no apareciste. Te lo reproché cuando estuve ya en mi cuarto y el viento se estrellaba contra las ventanas y las hacía temblar. Esa noche debí soñar contigo. No recuerdo. Pero así debió ser. A la mañana siguiente los niños me observaban. Me veían extrañados, como si yo no fuese humano. Sabrían algo de mí que yo no sabía. León salió del grupo y riendo me dijo que era un tonto por perderme de aquella manera. Todos rieron. Yo lo hice después, pero forzado, al igual que León. Ana se quedó atrás. No dijo nada; cuando la miré no me miró. Mantuvo la cabeza gacha, indiferente, y supe que no quería envolverse en ese alegato sin sentido. Ana se perdía sin que nada le importara. Se fue a su casa. Hiciste bien, ahora lo sé. Yo estuve con León esa tarde. Estuve con los demás, jugando, mientras el día nos lo permitió. Mientras llegaba la lluvia a escurrir de las hojas. Corrimos León y yo por las calles de esta ciudad. Al decirlo no siento nostalgia. León fue mi amigo. Me gustaría pensarlo como a un hermano, pero no puedo. Al tiempo que nos unía la amistad, lo hacía también la sensación de abandono. León tuvo un hermano, murió cuando él ara muy chico todavía. Me contaba que en ocasiones durante las noches escuchaba la voz de su hermano que lo llamaba y lo invitaba a ir a donde él estaba. Incluso, decía, había ocasiones en que a pleno día lo escuchaba. León no hizo caso a las invitaciones. Quizá el miedo lo paralizó y se negó la oportunidad de seguir a su hermano. Alguna vez, ambos sentados bajo un árbol, le pregunté si amaba a su hermano, si en verdad estaría dispuesto a seguirlo. Él, sin mucha seriedad, me contestó que en realidad no recordaba lo que sintió por él. Él era mayor que él, que León, y no convivieron mucho. Sin embargo, la emoción que tuvo en el funeral de éste la tenía muy presente. Me decía: puede que haya empezado todo desde antes, no es que no lo quisiera, lo quería, pero no conviví mucho con él. Recuerdo sus burlas y sus ofensas. El modo en que renegaba de mí. Sus continuos insultos. Sé que me quería, pero no pude llegar a averiguar si era más grande su amor que su odio hacia mí.
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